
Hay un estado de emergencia que no ocupa titulares, pero atraviesa cada vez más cuerpos. No hay decretos ni alertas rojas, pero las cifras de ansiedad, depresión, burnout, autolesiones crecen a niveles alarmantes.
Lo veo todos los días: en mí, en personas que conozco, en los mensajes que recibo, en los posteos de redes sociales que gritan ayuda con palabras suaves. Hay una pandemia emocional que no terminó con el COVID. Solo se transformó.
La cultura de la exigencia, de la positividad tóxica, de la meritocracia emocional nos empuja a funcionar aunque estemos rotos. A fingir energía cuando no tenemos fuerzas ni para salir de la cama. A mostrarnos resilientes cuando lo único que queremos es que alguien nos abrace y nos diga que no tenemos que poder con todo.
Tengo la extraña sensación de que estamos un poco hartos de la palabra resiliencia, de que se requiere un respiro de ella. Nos la han vendido como la fórmula mágica para sobrevivir, cuando en realidad lo que muchos necesitan no es un mantra sino un descanso. Un espacio seguro para caerse, gritar, llorar, enojarse, sin ser penalizados.
Tengo la sensación de que necesitamos amigarnos con el enojo, escucharlo, transitarlo sanamente antes que nos pase por arriba y terminemos más heridos de lo que estamos.
Me pregunto: ¿tenemos derecho a parar?, ¿tenemos permiso para decir “no puedo más” sin ser juzgados, diagnosticados, apartados? ¿Por qué seguimos invisibilizando el dolor mental como si no existiera?
Quizás no haya una respuesta única. Pero escribir esto ya es una forma de declarar la emergencia. De decir “acá hay una voz”. Y de invitarte, lector o lectora, a reconocer también la tuya. Tal vez sea hora de gritar un poco y dejar de callar.